Pertenezco a una generación que creció escuchando los discursos oficiales de un país que se decía estable, moderno y en constante progreso. Desde los años sesenta, cuando México transitaba por el gobierno de Adolfo López Mateos, aprendimos que la historia podía contarse de muchas maneras: la versión escolar, la versión oficial, la versión crítica y, con el tiempo, la versión que la propia vida se encarga de confirmar o desmentir.
He visto pasar gobiernos de distintos signos, estilos y promesas. Algunos ofrecieron crecimiento económico, otros estabilidad política; algunos hablaron de justicia social mientras otros apostaron por la apertura sin límites. Con el paso de las décadas, quedó claro que ningún país avanza sólo con discursos ni se sostiene únicamente con cifras. Las naciones se fortalecen —o se debilitan— por las decisiones que toman frente a su gente y frente al mundo.
Las guerras, los conflictos y las disputas de poder han sido una constante en la historia universal. La paz, paradójicamente, ha sido el mayor fracaso colectivo de la humanidad. Siempre existen intereses que buscan someter, condicionar o debilitar a los pueblos más vulnerables. En ese contexto, México ha tenido una tradición diplomática que merece recordarse: la defensa de la soberanía, la no intervención y la búsqueda de soluciones pacíficas.
Hoy, en un escenario internacional complejo, con tensiones crecientes entre potencias y una relación inevitablemente delicada con Estados Unidos, México ha optado por una ruta de prudencia. No es una postura perfecta ni exenta de críticas, pero sí una que evita la confrontación innecesaria y protege la dignidad nacional. Eso, en sí mismo, ya representa una diferencia frente a etapas pasadas de subordinación abierta o silenciosa.
Decir que México no enfrenta problemas sería negar la realidad. La violencia, la polarización y las heridas sociales no surgieron de la nada ni se resolverán de un día para otro. Pero también es un error afirmar que el país está colapsado o al borde del abismo. Hay estabilidad, hay políticas de atención social, hay una mayor conciencia sobre la desigualdad histórica y hay una ciudadanía más informada, aunque a veces también más confrontada.
Lo que sí resulta preocupante es la creciente dificultad para disentir sin odio. La crítica se ha convertido, en muchos espacios, en descalificación automática; el desacuerdo, en enemistad. Se acusa, se exagera y se divide, no para mejorar, sino para vencer al otro. Esa lógica no construye países; los desgasta.
A las puertas de una nueva Navidad, conviene hacer una pausa no sólo espiritual, sino cívica. Más allá de debates sobre fechas, símbolos o interpretaciones históricas, este tiempo invita a reflexionar sobre el tipo de sociedad que queremos ser. Una sociedad que grita más fuerte que escucha, o una que discute con memoria, con responsabilidad y con respeto.
La historia no debe usarse como arma ni como dogma. Debe servir como aprendizaje. México no necesita relatos de odio ni nostalgias idealizadas. Necesita ciudadanos capaces de reconocer avances sin negar errores, de señalar fallas sin desear el fracaso del país, y de defender la soberanía sin caer en el aislamiento.
Creer en México no implica aplaudirlo todo.
Criticarlo no debería significar despreciarlo.
La verdadera responsabilidad cívica está en no olvidar de dónde venimos, para decidir con mayor claridad hacia dónde queremos ir.

Héctor Molinar Apodaca
Abogado especialista en Gestión de Conflictos y Mediación.
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