Cada 20 de noviembre, México recuerda el estallido de la Revolución de 1910, aquella gran ruptura social que emergió del cansancio colectivo frente a la desigualdad, la concentración del poder, la falta de movilidad social y la inexistencia de libertades democráticas. Sin embargo, más que una fecha fija en el calendario, la Revolución fue y sigue siendo un proceso vivo, un reclamo profundo de justicia que culminó en 1917 con la Constitución que nos rige hasta hoy.
La lucha armada que inició con el Plan de San Luis no fue únicamente militar: fue política, económica y moral. En sus distintas etapas —maderista, constitucionalista, villista, zapatista— surgieron voces diversas que coincidían en una raíz común: dignidad para el pueblo, tierra para el campesino, libertad política para el ciudadano, educación para el niño y justicia para el trabajador. Esa pluralidad de luchas es lo que convirtió la Revolución en un movimiento social tan vasto como el país mismo.
La Constitución de 1917 recogió ese espíritu. Fue una de las más avanzadas del mundo en su tiempo, al incorporar los derechos sociales en el texto constitucional: educación laica y obligatoria, jornada laboral de ocho horas, protección al campesinado, derecho a la huelga, propiedad originaria de la Nación sobre sus recursos, y un proyecto claro de Estado social. Por primera vez, México decía al mundo que la justicia no debía ser un privilegio, sino un derecho garantizado por el Estado.
La historia también nos enseña algo doloroso: muchos de los grandes protagonistas de la Revolución fueron traicionados y asesinados por quienes actuaron contra la patria. Madero, Zapata y Villa cayeron no por falta de valentía, sino por la ambición y la mezquindad de otros. Ese recordatorio debe mantenernos alertas: los traicioneros no quedaron en el pasado, todavía existen entre nosotros bajo nuevas formas, intentando torcer la voluntad popular, dividir al país o lucrar con el dolor ajeno. Recordar a nuestros héroes implica también reconocer a los enemigos de la justicia, para no permitir que el veneno de la traición vuelva a lastimar a México.
Pero después de un siglo, la pregunta que nos hacemos es inevitable: ¿hemos cumplido la promesa de la Revolución?
Vivimos en un país que ha avanzado en libertades, instituciones y participación democrática, pero que sigue cargando viejas y nuevas heridas: desigualdad profunda, corrupción, violencia, pobreza extrema, abandono histórico de la niñez y de las comunidades más vulnerables. Es imposible hablar del espíritu revolucionario sin reconocer que la deuda con los campesinos, con los trabajadores, con las mujeres, con los jóvenes y con las niñas y niños sigue ahí, a veces enterrada bajo discursos, pero viva en la realidad cotidiana.
La Revolución Mexicana no fue un punto final; fue un punto de partida. Nuestro deber —como ciudadanos, como profesionales, como servidores públicos o como facilitadores de paz— es honrar sus principios, no sólo recordando su historia, sino actualizando su sentido.
Hoy, ser revolucionario no significa empuñar un arma, sino ejercer ciudadanía con ética. No significa derrocar gobiernos, sino defender la justicia, la verdad, la conciliación y los derechos humanos. Significa denunciar la violencia, cuidar a la niñez, exigir instituciones que funcionen y rechazar la polarización que nos divide.
La Revolución nos dejó una lección central: cuando un pueblo pierde su esperanza, estalla; pero cuando la recupera, construye.
La Constitución de 1917 no es un monumento del pasado: es un compromiso vigente. Nos obliga a trabajar por un México más justo, más fraterno y más humano, donde cada persona —sin importar origen, apellido o condición— pueda vivir con dignidad.
Hoy, a más de cien años, la Revolución Mexicana sigue siendo un espejo que nos pregunta: ¿Estamos cumpliendo con México?
Ese es el deber que nos toca asumir, cada día, desde donde estemos.

Héctor Molinar Apodaca
Abogado especialista en Gestión de Conflictos y Mediación.
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