En toda democracia auténtica, un principio es sagrado: la libertad de elegir nuestro proyecto de vida. Somos personas con dignidad y voluntad para soñar lo que podemos ser —porque a menudo como la canción, uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser— y para buscar nuestra felicidad y la de quienes amamos.
La libertad se defiende del Estado autoritario, sí, pero también de los radicalismos que, disfrazados de buena voluntad, se erigen como prefectos de nuestras vidas. Ya sea desde la trinchera del progreso o de la tradición, sus discursos suenan a recetas de cocina para ser una “persona de bien”.
Quieren decirnos cómo ser, cómo amar, cómo cuidar. Paradójicamente, la libertad de elegir sin opresiones radica en esa poderosa decisión íntima de construir un hogar, una relación o una familia, sin que la sociedad le ponga un medidor de “corrección política” o “pureza ideológica”. A veces no sabemos si reír o llorar, saltando de tuits cargados de buenismo a subir a Instagram la foto “fallándole al Chicharito”. Parece que solo nos queda el humor en un mundo propenso a dictar veredictos sobre lo que se alcanza a apreciar, no necesariamente sobre lo que somos.
Las redes sociales se han convertido en tribunales sumarios e inmisericordes. Cualquier expresión sobre acuerdos personales o de pareja es motivo de linchamiento simbólico. Lo más irónico es que esta polarización termina erosionando el principio básico que tanto libertarios como feministas dicen defender: la autonomía para decidir nuestra propia vida de forma serena y libre.
El caso de Eduardo Verástegui es un claro ejemplo. Al defender su visión de una mujer que, por amor y decisión propia, cocina o mantiene su hogar impecable, desató una tormenta digital. Para unos, fue un homenaje a las madres; para otros, una apología de la servidumbre. El debate dejó de ser sobre la libertad de elegir para convertirse en una guerra de etiquetas: “retrógrado” contra “víctima de la corrección política”.
El problema de fondo es cómo estos discursos nos encajonan. Para unos, la “buena mujer” es la que sirve y calla. Para otros, la mujer libre es la que rechaza lo doméstico y solo se enfoca en lo profesional. Ambos extremos anulan el contexto, la elección y el respeto. ¿Quién en su sano juicio defendería una relación que no se base en el amor y el cuidado mutuo? El feminismo nació para abrir puertas, no para enjaularnos en nuevos dogmas.
Habrá que recordarles a los extremistas la belleza de construir relaciones donde la corresponsabilidad se ejerce desde el acuerdo. Rechazar la fuerza de la ternura en nombre de una “pureza ideológica” es tan opresivo como idealizar un pasado de sumisión. Conozco mujeres plenas que son profesionales, amas de casa o una combinación de ambas. ¿Qué afán de meternos a todas en el mismo molde?
Este debate no es trivial. Si alimentamos la cultura del juicio sumario, soportado en una falsa superioridad moral, convertiremos la vida privada en un campo de batalla. Dejemos de medir quién es “suficientemente revolucionaria” o “buena mujer”. Defender la libertad de cada persona para decidir su proyecto de vida —ya sea liderando una empresa, criando hijos o todo a la vez— es fortalecer la dignidad y la pluralidad.
De eso se trata este viaje llamado vida: amar, cuidar y ser cuidadas; ser feliz y hacer felices; contener y ser contenidas; apoyar y ser apoyadas. Un Hogar (como sea) no sólo un espacio. Todo ello para vivir en paz y seguir soñando para elegir que deseamos. La corresponsabilidad y la correspondencia en las relaciones, no es una cárcel, es un encuentro a otros y nosotros mismos. Si de verdad queremos sociedades libres, empecemos por honrar la decisión íntima de cada persona de cómo quiere amar y cómo quiere construir su vida.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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