Este fin de semana tuve la oportunidad de ver los primeros dos episodios de Marcial Maciel: El Lobo de Dios. Esta serie aborda la vida del polémico padre Marcial Maciel, líder y fundador de los Legionarios de Cristo —sí, los mismos que son dueños de la Universidad Anáhuac y de varios complejos educativos—. Es impresionante ver todo lo que hizo este sacerdote y las conexiones que fue tejiendo a lo largo de su vida. El primer episodio comienza relatando su infancia en Michoacán, marcada por abusos de carácter sexual y por una personalidad que pronto revelaba una doble cara. El documental nos sumerge en los orígenes de quien terminaría convirtiéndose en uno de los personajes más incómodos de la Iglesia católica. Desde muy joven comenzó a ser expulsado de distintos seminarios, no por falta de vocación ni por rebeldía académica, sino porque organizaba grupos y constantemente se veía envuelto en conductas sexuales que despertaban sospechas en las instituciones donde estudiaba. Ese camino de expulsiones, lejos de detenerlo, terminó por ser el prólogo de una vida marcada por la manipulación y la mentira. Gracias a sus conexiones familiares con figuras cercanas a la jerarquía eclesiástica, siempre encontraba una puerta trasera para seguir avanzando. Su obsesión con fundar su propia congregación se materializó en 1941, cuando nacieron los Legionarios de Cristo, el movimiento que le dio poder, dinero y blindaje durante décadas.
Desde ese punto, la serie retrata con crudeza cómo un joven con carisma, verbo y contactos fue tejiendo una red de influencias que lo llevaron a relacionarse con la élite política y empresarial, no solo en México sino también en España. Allí, con el apoyo de los jesuitas, conoció a Francisco Franco y, con su habilidad para convencer a cualquiera con dinero, engatusó a un marqués para financiar la travesía de sus estudiantes. La estrategia era simple: presentarse como el hombre de fe con un proyecto santo que merecía apoyo. Y vaya que funcionó.
El documental deja en claro que el crecimiento de su congregación estuvo siempre acompañado de un sistema de protección letal. Las denuncias que aparecían desde los años cincuenta se enfrentaban con silencio y complicidad. El Vaticano recibía donativos millonarios de Maciel, y eso bastaba para que cerraran los ojos a lo evidente. Juan Pablo II llegó a presentarlo públicamente como ejemplo de la juventud, mientras en privado la podredumbre ya era imposible de ocultar.
Pero lo que más incomoda son los testimonios de sus víctimas. Hombres como José Barba, Juan José Vaca o Alejandro Espinosa narran con precisión cómo, bajo la excusa de masajes terapéuticos o cuidados espirituales, Maciel cometía abusos sexuales sistemáticos. No se trata de rumores ni de exageraciones: se trata de sobrevivientes que llevan en la voz y en la mirada la carga de un trauma que nunca debieron vivir.
A eso se suma la doble vida de Maciel: un hombre que abusaba de menores mientras era adicto al demerol y a la morfina, drogas que se inyectaba argumentando dolores ficticios. El mismo que tenía múltiples amantes, algunas menores de edad, y que llegó a tener hasta seis hijos. El mismo que usaba identidades falsas, como agente de la CIA o trabajador de Shell, para ocultar sus viajes y aventuras. Una red de mentiras digna de cualquier thriller, pero con el agravante de que aquí no hablamos de ficción.
Uno de los aspectos más inquietantes que muestra la serie es la propaganda interna que los Legionarios produjeron para reforzar su imagen: videos institucionales, discursos pulidos y hasta grabaciones familiares que lo mostraban como un hombre íntegro. Muchas de esas piezas hoy resultan grotescas, porque lo pintaban como un santo moderno mientras la realidad era la de un depredador protegido por sotana.
El final de su historia tampoco fue un acto de justicia. Cuando en 2005 fue obligado a retirarse, el castigo fue ridículo: penitencia y retiro a una vida privada. Ni cárcel, ni juicios, ni condena. Murió en 2008 con total impunidad, todavía protegido por una institución que prefirió mirar hacia otro lado antes que aceptar la magnitud de sus crímenes.
La serie insiste en que esto no es solo la historia de un hombre, sino la de una estructura que permitió que todo ocurriera. Los Legionarios de Cristo siguen existiendo, siguen educando jóvenes y recibiendo donativos, como si la vida de abusos, mentiras y corrupción de su fundador pudiera borrarse con comunicados de prensa y estrategias de relaciones públicas.
Lo que hace poderoso al documental es que no se queda en el morbo. Es una narración que combina rigor periodístico con sensibilidad hacia las víctimas. La producción rescata material nunca visto, entrevistas incómodas y, sobre todo, un relato que incomoda porque muestra cómo el sistema entero funcionó para proteger a un hombre y no a los inocentes que dañó.
Y al terminar estos primeros episodios, la reflexión es inevitable: ¿cómo es posible que un depredador de este calibre haya sido elevado como ejemplo de virtud? Quizá la respuesta sea que en el Vaticano siempre entendieron bien la parábola del lobo disfrazado de oveja, pero decidieron que mientras trajera dinero, lo importante era el disfraz. Así que si hoy alguien sigue pensando que la fe mueve montañas, convendría recordar que también movió millones de dólares… y que a veces los lobos no aúllan en el bosque, sino en latín, desde el púlpito.

Daniel Alberto Álvarez Calderón
Político y abogado chihuahuense con experiencia legislativa y empresarial. Exsubdelegado de PROFECO, ex dirigente del PVEM en Ciudad Juárez y cofundador de Capital and Legal. Consejero en el sector industrial y financiero, promueve desarrollo sostenible e inclusión social.


