La violencia contra niñas, niños y adolescentes es, en teoría, uno de los temas que como sociedad coincidimos en condenar sin matices. Todas las infancias tienen derecho a vivir libres de violencia, y debe prevalecer siempre el principio del interés superior. En el discurso, no hay quien se atreva a oponerse. La realidad, sin embargo, muestra con crudeza nuestras contradicciones.
Esta semana me estremeció una nota local: madres y padres de familia de una escuela primaria federal de esta capital, se manifestaron para exigir la expulsión de tres niños de 10, 8 y 6 años —hermanos entre sí— señalados de agredir a compañeros y docentes. Las descripciones difundidas por padres de familia, que hablaban de maldad, ferocidad y de actos de humillación hacia otros menores; parecían sacadas de un relato del pasado.
Lo que no se dijo en esa narrativa es que estos niños y su madre enfrentan desde hace años enormes retos de subsistencia y un camino marcado por la violencia. Conozco de cerca esa historia: también conozco la red pública y privada amorosa que les ha brindado acompañamiento. Son niños que cargan con vulnerabilidades profundas, víctimas antes que agresores, hoy convertidos en blanco de discriminación y revictimización.
Existen documentos oficiales que piden a la escuela tratarlos con paciencia, amor y comprensión. No son “un peligro”, como se apresuró a etiquetarlos cierta opinión pública. El verdadero riesgo es convertirlos en “los otros”, esos a quienes se prefiere excluir con un “que se vayan a otro lado”. Pero ¿Dónde es ese “otro lado”? La exclusión.
Toda comunidad escolar merece un ambiente seguro, en paz y libre de violencia. Ese objetivo no se alcanza discriminando, sino sumando esfuerzos. La Secretaría de Educación y la propia madre de los menores trabajando en conjunto, lograron un cambio de escuela (libres de etiquetas), seguridad para todos prioritaria y, al mismo tiempo, atención especializada a través de la Unidad de Servicios de Apoyo a la Educación Regular (USAER). Se busca el bienestar, reactivar las actividades escolares y devolver la confianza en la humanidad.
Más inclusión y menos segregación. Más comunidad y menos estigmatización. Estos tres niños no son “buenos” ni “malos”: son personas en desarrollo que requieren comprensión y apoyo. Lo que necesitamos no es buscar culpables en quienes todavía forman su carácter, sino construir redes que les permitan crecer.
Las respuestas desde el miedo nos conducen a la intolerancia y perjuicios. Las de empatía, solidaridad y trabajo conjunto nos acercan a la posibilidad de transformar realidades. No se trata de justificar conductas dañinas, sino de entender que detrás de ellas suele haber historias de carencia y dolor.
La sociedad se mide no por cómo trata a los más fuertes, sino por la forma en que acompaña a sus miembros más frágiles. Hoy, la infancia nos llama a construir escuelas y comunidades que no expulsen, sino que abracen.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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