Querido lector, esto pareciera una novela, pero no es más que la pura realidad. Este fin de semana fue detenido en Tijuana uno de los presuntos autores del asesinato de quien, en su momento, fuera candidato a la Presidencia de la República: Luis Donaldo Colosio.
Como si se tratara de una historia mal contada, preocupa que este hecho ocurra 31 años después de su asesinato. Uno pensaría que, como país, habríamos aprendido de los errores del pasado; que la justicia, con el tiempo, habría encontrado caminos más cortos para alcanzar la verdad. Pero la realidad nos demuestra lo contrario: seguimos siendo una nación que avanza a paso lento cuando se trata de esclarecer los crímenes que marcaron su historia.
El reciente asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, no hace más que recordarnos una verdad dolorosa: los atentados contra líderes populares no son un fenómeno nuevo en México, sino una constante que ha acompañado a nuestra vida pública desde hace décadas. La historia nos ha enseñado que cada generación ha tenido su Colosio, su Manso, su voz valiente que fue callada antes de tiempo.
Y lo que realmente debe preocuparnos es que, si un operativo nacional tarda más de treinta años en arrojar resultados, ¿qué podemos esperar de los demás delitos cometidos contra líderes populares, defensores sociales y funcionarios en funciones? ¿Cuántas investigaciones más se quedarán archivadas? ¿Cuántas familias seguirán esperando justicia mientras el país continúa acostumbrándose a la impunidad?
Esto no es un asunto que pueda resolverse con un plan limitado a un solo estado ni con un discurso de ocasión. Es una cuestión nacional, una herida abierta que atraviesa fronteras, partidos y sexenios. Ayer fue un posible presidente de la República; hoy, un líder social en crecimiento. ¿Qué puede esperar el resto de los ciudadanos de a pie, esos que viven con miedo, pero aún con esperanza de que algo cambie?
Desgraciadamente, los planes, las estrategias y las buenas intenciones siempre han estado sobre la mesa. Lo que falta es voluntad real, continuidad y compromiso más allá del cargo o de la coyuntura electoral. Porque mientras los discursos se multiplican, los resultados siguen siendo los mismos: crímenes que parecían superados vuelven a las calles, la violencia se normaliza y la confianza ciudadana se desangra junto con cada víctima.
Lo más preocupante es que quienes deberían estar a cargo de nuestra seguridad parecen más interesados en el siguiente cargo político, en la siguiente candidatura o en convertirse en líderes partidistas sin dejar sus actuales responsabilidades. El país se enfrenta a un doble vacío: el de la justicia y el de la responsabilidad pública.
Hay una disonancia peligrosa en todos los niveles de gobierno: federales que culpan a los estados, estados que culpan a los municipios, y municipios que simplemente no pueden más. Esa falta de coordinación y rendición de cuentas ha sido el enemigo silencioso que nos ha arrebatado la paz.
Hemos gritado muchos; otros hemos callado por miedo. Pero ese miedo es real, y negar su existencia es ignorar la raíz del problema. Exigir nuestros derechos no debería ser motivo para perderlos, y mucho menos para perder la vida. Sin embargo, en un país donde alzar la voz se ha vuelto sinónimo de peligro, la valentía se confunde con el simple acto de sobrevivir.
Tenemos muchos retos como sociedad, pero este es, sin duda, el más urgente: unirnos más allá de colores, partidos o posturas. No es un momento político, es un momento de necesidad, de humanidad, de exigir que esta patria vuelva a ser patria y no se distorsione por la indiferencia o la polarización.
Tenemos una deuda moral con las nuevas generaciones. Les debemos un país donde gritar no sea una condena, donde soñar no sea peligroso, donde servir no sea mortal. La respuesta no está en señalar quién lo ha hecho peor —porque todos hemos fallado—, sino en preguntarnos qué estamos dispuestos a hacer como sociedad, no como militantes ni simpatizantes, sino como mexicanos conscientes de que la seguridad y la justicia no pueden seguir siendo privilegios.
Debemos tener siempre claro que primero está nuestra gente, no nuestra militancia. Hoy, el ciudadano es quien sufre, pero también quien alza la voz, aun sabiendo que al hacerlo se convierte en un blanco fácil. Y es precisamente ese ciudadano, el que paga impuestos, el que trabaja, el que sueña, el que mantiene viva la esperanza de un México distinto.
Salir y gritar “¡Nos están matando!” no debería ser un acto de valentía, sino un derecho protegido por el Estado y respetado por todos. Porque el silencio, querido lector, nos está costando vidas, y México ya no puede permitirse callar.

Daniel Alberto Álvarez Calderón
Político y abogado chihuahuense con experiencia legislativa y empresarial. Exsubdelegado de PROFECO, ex dirigente del PVEM en Ciudad Juárez y cofundador de Capital and Legal. Consejero en el sector industrial y financiero, promueve desarrollo sostenible e inclusión social.


