La reciente marcha protagonizada por la Generación Z no solo fue un acto de protesta, fue una declaración de conciencia cívica que cimbró los cimientos del discurso oficialista. Jóvenes hartos de ser minimizados alzaron la voz, pero lo hicieron acompañados de sus familias, de una generación adulta que, lejos de mirar con escepticismo, decidió caminar a su lado. Esa convergencia intergeneracional no es menor: representa un momento político relevante en el que diferentes generaciones confluyen en una misma exigencia de dignidad, futuro y verdad.
El poder, sin embargo, reaccionó como suele hacerlo frente a lo que no controla: con desdén. En vez de escuchar, descalificó. En lugar de debatir, etiquetó. Algunos voceros del oficialismo recurrieron al viejo recurso de intentar restar legitimidad a la protesta alegando que en ella participaban personas vinculadas a partidos de oposición. Como si militar o simpatizar políticamente invalidara el derecho a manifestarse. Ese razonamiento es no solo incorrecto, sino profundamente antidemocrático. Participar políticamente es un derecho, no un pecado. Cuestionar al gobierno desde cualquier trinchera ciudadana es legítimo, y el intento de acallar voces críticas mediante etiquetas ideológicas solo revela un temor más profundo: el miedo a una ciudadanía despierta y organizada.
Lo que incomodó no fue la protesta en sí, sino lo que puso en evidencia: una creciente desilusión con un modelo de gobierno que, lejos de empoderar a la población, ha construido un sistema de dependencia sostenido en la distribución masiva de programas sociales. Se nos repite hasta el cansancio que los apoyos gubernamentales sacan de la pobreza, pero la evidencia empírica muestra otra cosa: la pobreza no se ha reducido de forma estructural, y los beneficiarios siguen atrapados en un ciclo donde se sobrevive, pero no se prospera.
La ecuación del poder parece clara: mientras haya más pobreza, habrá más beneficiarios; mientras haya más beneficiarios, habrá más control político. En este modelo, la asistencia social deja de ser un mecanismo de justicia y se convierte en una herramienta de dominación. Quien depende del apoyo es menos proclive a cuestionar, y más fácil de movilizar electoralmente. El asistencialismo sin desarrollo se vuelve una estrategia de poder, no de bienestar.
Esto tiene un impacto devastador en el tejido productivo del país. Mientras se premia la dependencia, se castiga al emprendimiento. Las condiciones para hacer empresa en México se han vuelto más hostiles: regulaciones asfixiantes, incertidumbre jurídica y un discurso gubernamental que, con frecuencia, señala al empresario como adversario en lugar de reconocerlo como aliado del desarrollo. Así se frena la inversión, se estanca la creación de empleos formales y se impide la construcción de una economía con movilidad social real.
Más grave aún, se está cultivando una cultura de resignación. La idea de que el esfuerzo no importa porque el Estado siempre dará algo ha echado raíces. Pero ese “algo” nunca es suficiente para una vida plena. Solo sirve para mantener a flote a millones de personas bajo una narrativa de ayuda que, en el fondo, esconde un profundo desprecio por su capacidad de salir adelante por sus propios medios.
Gobernar no es administrar la pobreza ni perpetuar la dependencia. Gobernar es generar condiciones para que cada persona pueda construir su propio futuro. Eso exige políticas públicas orientadas al empleo, a la educación de calidad, a la salud accesible, a la infraestructura productiva, no a una red clientelar disfrazada de justicia social.
La marcha de jóvenes y padres es, en este contexto, una señal de alarma, pero también de esperanza. Significa que hay una parte de la ciudadanía que ya no quiere ser gobernada con promesas, sino con resultados. Que no se conforma con dádivas, sino que exige dignidad. Y eso debería tomarse en serio en todos los niveles del poder.
El futuro de México no puede depender de la lógica del conformismo. Debe construirse sobre la base de una ciudadanía informada, crítica y participativa. Una ciudadanía que no se deje seducir por las migajas del poder, sino que exija las condiciones para vivir con plenitud. La protesta no es traición, es una forma legítima de participación. Y dividir para gobernar ya no es una estrategia sostenible.
La Generación Z dio el primer paso. Lo hizo sin miedo, con claridad. Ahora nos toca a todos seguir caminando. Porque el futuro, si ha de ser justo, no puede construirse desde la dependencia, sino desde la libertad.

Mayra Machuca
Abogada, Activista, Columnista, Podcaster.
Especializada en análisis y asesoría jurídica, cuenta con experiencia administrativa y jurídica con habilidades destacadas en la resolución de problemas y coordinación de tareas. Experta toma de decisiones estratégicas. Activa en Toastmasters y Renace y Vive Mujer.


