El Paquete Económico 2026 propone un impuesto del 8 % a videojuegos con contenido violento, sexual explícito o apuestas, tanto en formato físico como digital, que entraría en vigor el 1 de enero de 2026 y pretende recaudar cerca de 183 millones de pesos el primer año. La propuesta ha encendido un debate legítimo: ¿penalizar el entretenimiento o proteger a la sociedad?
Parto por decir algo claro: sí considero que ciertos contenidos pueden influir en prácticas de violencia, especialmente en jóvenes vulnerables y en contextos donde ya existen factores de riesgo, falta de contención familiar, exposición a violencia real, problemas de salud mental. No estoy planteando una relación causal simplista (videojuegos = delincuencia), pero tampoco puedo ignorar que la normalización de la violencia en algunos productos culturales aporta a la socialización de conductas. Por eso, si hay evidencia de que un tipo de contenido facilita prácticas violentas, estoy a favor de medidas que desincentiven su consumo y fomenten la responsabilidad: y un impuesto que encarezca el acceso es una herramienta válida dentro de ese arsenal.
Dicho esto, el impuesto por sí solo no resolverá la violencia en México. El fenómeno que más nos preocupa nace de factores estructurales: crimen organizado, impunidad, armas y desigualdad. Tampoco hay antecedente internacional sólido que demuestre que gravar videojuegos reduce homicidios o crimen organizado. En cambio, países como Francia, Italia o Irlanda han preferido incentivar la industria con créditos fiscales, reconociendo su valor cultural y económico. México, con más de 60 millones de jugadores, corre el riesgo de frenar un mercado emergente si aplica cargas indiscriminadas.
Los pros del impuesto son evidentes: recaudación para programas de prevención y salud mental, señal pública de protección a menores y una barrera económica que puede reducir el consumo impulsivo de títulos explícitos. También tiene un efecto simbólico: hace visible la responsabilidad estatal frente a contenidos potencialmente nocivos.
Los contras son reales y variados: aumento del precio al consumidor, posible desincentivo a desarrolladores nacionales, riesgo de piratería y elusión, y la ambigüedad sobre qué se considera “contenido violento extremo”. Además, si la recaudación no se destina con transparencia a programas de prevención, el impuesto será simplemente un gravamen más.
Mi posición: apoyo el impuesto como medida disuasoria condicionada. Para que tenga sentido, debe incluir tres elementos innegociables: 1) definición técnica y transparente de qué se grava; 2) destinación exclusiva y auditada de recursos a salud mental, educación digital y programas de prevención; y 3) acompañamiento: campañas de alfabetización mediática, etiquetado claro y control parental efectivo.
Gravar no es suficiente; es útil solo si forma parte de una política integral. Si el impuesto encarece el acceso a contenidos que contribuyen a prácticas violentas y, al mismo tiempo, financia prevención, educación y atención, entonces es una medida responsable. Si se queda como gesto simbólico, será apenas un placebo para un problema que exige tratamiento estructural.

Mayra Machuca
Abogada, Activista, Columnista, Podcaster.
Especializada en análisis y asesoría jurídica, cuenta con experiencia administrativa y jurídica con habilidades destacadas en la resolución de problemas y coordinación de tareas. Experta toma de decisiones estratégicas. Activa en Toastmasters y Renace y Vive Mujer.


