U2 — “Acrobat”
“Don’t believe what you hear, don’tbelieve what you see.
En México mandan los símbolos, los escenarios y los discursos imposibles, sin embargo, lo que importa no es lo que reluce, mas bien es lo que silencia lo que arde.
En el Zócalo, un informe disfrazado; en Juárez, tragedias que estallan en medio del aplauso; en cada fiesta autorizada, el riesgo invisible.
No se gobierna con luces ni con frases grandilocuentes. Se gobierna con hechos que resisten, con responsabilidades que no se disfrazan, con poder que no necesita escenario.
En la política contemporánea, el espectáculo ha sustituido al contenido.
No es una hipótesis: es una metodología. Gobernar ya no significa resolver, sino escenificar y mientras la ciudadanía observa fuegos artificiales o discursos cuidadosamente ensayados, el territorio si bien parece en calma, la realidad es que arde, a veces literal, a veces simbólicamente.
La presidenta de la república Claudia Sheinbaum llenó el Zócalo, lo hizo no para rendir cuentas, sino para reafirmar poder, que es lógico.
El evento del 5 de octubre en el Zócalo, presentado oficialmente como el Primer Informe de Gobierno de la presidenta, sirvió menos como un ejercicio de rendición de cuentas que como un despliegue de poder simbólico. Lejos del deber republicano de informar con claridad sobre el estado que guarda la administración pública, lo que se presenció fue una coreografía cuidadosamente diseñada para reafirmar liderazgo, apropiarse del espacio público y consolidar una narrativa nacionalista.
El Zócalo, más que lugar de reunión ciudadana, se transformó en escenografía del poder: la multitud, cuidadosamente movilizada, operó como argumento; la emoción colectiva, como coartada.
El discurso, plagado de referencias históricas y frases de alto voltaje simbólico, no respondió con precisión a los principales desafíos del país: seguridad, migración, crecimiento, sino que apostó por la continuidad emocional de un proyecto político que, aunque ya no en voz de López Obrador, sigue buscando capitalizar la épica de la transformación. Se habló a la patria, no al ciudadano; se interpeló al mito, no a la realidad. En ese contexto, el informe dejó de ser un acto institucional para convertirse en una pieza de comunicación estratégica, una reafirmación de hegemonía narrativa disfrazada de acto republicano.
Lo que se anunció como un informe se convirtió en una coreografía nacionalista: frases prestadas, gestos reproducidos, escenografía impecable.
Se dijo “La patria es primero”, mirando al norte, no fue una declaración institucional: fue un mensaje estratégico. El adversario externo siempre es útil cuando el desgaste interno comienza a notarse, sin embargo, no hay discurso soberanista que compense la ausencia de una política de seguridad eficaz o una estrategia migratoria funcional. La narrativa puede movilizar masas, pero no sustituye al gobierno.
Y aquí entra en escena Mr. Trump…
El presidente de EE. UU, ha insistido en declarar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. Esa narrativa no es inofensiva: implica, en términos legales estadounidenses, la posibilidad de intervención militar directa en territorio mexicano bajo el argumento de “autodefensa”.
Frente a ese discurso, Sheinbaum respondió con firmeza: “Ninguna potencia extranjera decide aquí.” La frase, enmarcada en un Zócalo repleto, buscaba más que responder a una amenaza: pretendía reforzar su investidura como defensora de la soberanía nacional.
El problema es que esa postura, aunque políticamente correcta, también funciona como una coartada discursiva. No solo sirve para cohesionar simpatías internas al estilo AMLO con enemigos simbólicos como la OEA, la prensa extranjera o el conservadurismo internacional, también desvía la atención de las fallas locales: inseguridad sin freno, migración sin estrategia, gestión pública cuestionada.
El mensaje soberanista, pronunciado en medio de tensiones internas, actúa como cortina de humo.
Trump es una amenaza, sí, pero si lo pensamos,también un recurso político útil, la defensa de la patria funciona como discurso cuando se agotan las explicaciones, cuando el gobierno se queda sin resultados y necesita encender emociones. Lo simbólico se usa para tapar lo estructural.
Lejos de la capital, en Ciudad Juárez, la lógica simbólica también cobró una víctima. En el Biker Fest, un evento promovido como plataforma de cultura y turismo, un hombre fue asesinado por un mal golpe, ¡ah qué caray! El prietito en el arroz, dijeron algunos asistentes, y es que si bien fue un pleito que prácticamente ni siquiera comenzó, las consecuencias son terribles y, por desgracia, es algo que queda como un hecho aislado. Pero si se analiza, puede evitarse desde el punto de vista de la logística, y la pregunta del millón es: ¿en los protocolos de seguridad se tomará en cuenta este tipo de incidentes?
Luego, el Border Wine Fest, presentado como escaparate de modernidad y desarrollo, terminó con un incendio en el parque ecológico del Chamizal, tras la autorización de un espectáculo de pirotecnia en una zona ambientalmente sensible. Que si lo pensamos bien y observamos cómo fueron las cosas, pues ahora viene la otra pregunta: ¿Qué no era de esperarse?
Ambos casos revelan un patrón: la forma se privilegia sobre el fondo, la imagen sobre la prevención, el gesto público sobre la responsabilidad institucional. Esto no es un problema de mala suerte, sino de malas decisiones.
La constante es la misma: eventos sin protocolos de seguridad, permisos otorgados sin evaluación de riesgos más que los que marca su manual o la hojita donde viene la descripción de los riesgos, sin más sentido común o indagación para prever todo lo más que se pueda. Y una vez que pasó el accidente, como siempre, las autoridades reaccionan con ambigüedad o, peor aún, con declaraciones que intentan deslindarse sin asumir consecuencias. “Fue un error”, dijo el alcalde de Juárez. La frase es reveladora: revela la banalización de la omisión, porque lo que se presentó como un desliz técnico fue, en realidad, una cadena de negligencias que pudo haberse evitado.
La responsabilidad pública no se agota en el acto de autorizar. Implica supervisar, prever, responder. Gobernar no es solo inaugurar, cortar listones o llenar plazas. Es garantizar que la vida y la integridad de los ciudadanos no dependan de la improvisación.
Lo que estamos presenciando es un desplazamiento deliberado del poder hacia la escenografía.
El problema, mi querido lector, es que se gobierna desde la imagen, se administra el presente con marketing, no con políticas públicas. Y cuando la forma sustituye de manera sistemática al fondo, la consecuencia no es solo el descrédito: es el deterioro institucional.
Este no es un reclamo romántico ni una crítica aislada, es una advertencia: el símbolo, cuando se utiliza sin sustento, deja de movilizar y comienza a ofender. Y lo que empezó como estrategia de comunicación, termina siendo violencia institucional.
Lo simbólico puede emocionar, pero si no está respaldado por acciones concretas, se convierte en propaganda.
Y cuando lo único que sostiene a un gobierno es el espectáculo, cualquier chispa, como la del Wine Fest, puede incendiar el escenario entero.

Alfonso Becerra Allen
Abogado corporativo y observador político, experto en estrategias legales y asesoría a liderazgos con visión de futuro. Defensor de la razón y la estrategia, impulsa la exigencia ciudadana como clave para el desarrollo y la transformación social.


