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    diciembre 2, 2025 | 4:04

    Entre Dionisio y la Modernidad: Los misterios antiguos en un mundo industrial

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    Por siglos, el hombre ha buscado respuestas a las preguntas fundamentales de su existencia: ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?, ¿por qué la vida se ve atravesada por el sufrimiento y la muerte? En la antigua Grecia, cuna de una de las civilizaciones más influyentes de la historia, estas interrogantes no se respondieron con doctrinas abstractas ni con tratados filosóficos —aún incipientes en ese tiempo—, sino a través de la religión y el mito.

    Grecia, como civilización agrícola, elevó a la categoría de dioses las fuerzas de la naturaleza que determinaban su supervivencia: la lluvia, la fertilidad de la tierra, el ciclo de las estaciones. Sin embargo, no se trató solo de veneración; aquellas potencias naturales fueron personificadas, adquiriendo rostros, pasiones y caprichos humanos. Así nació el panteón griego: un mundo divino que reflejaba, como un espejo, las virtudes y defectos de los mortales.

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    En esta religiosidad primitiva se escondía, sin embargo, un sentimiento más profundo y oscuro: el terror ancestral del hombre ante la naturaleza. El individuo, frágil y efímero, se sabía abandonado a la furia indiferente de terremotos, tormentas y sequías. En las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, todavía resuena esa angustia: la suerte del héroe, sometido a la voluntad incomprensible de los dioses, no es más que la dramatización de la impotencia humana ante un cosmos implacable.

    Pero la religión griega no se limitó a reflejar ese terror. En su naturalismo y antropomorfismo se percibe también un principio espiritual, una intuición de que detrás de la ciega violencia de la naturaleza existe un orden superior, un sentido oculto. Este sentido se manifestaba en los llamados misterios, ritos secretos a los que solo unos pocos, los iniciados, tenían acceso.

    A diferencia del culto público a los dioses olímpicos, que aseguraba protección para la comunidad, los misterios respondían a una aspiración personal: la supervivencia después de la muerte. No todos podían alcanzar este privilegio; solo quienes participaban en los rituales secretos conocían la verdad que liberaba al alma de su ciclo de reencarnaciones y sufrimientos.

    Los Misterios de Eleusis, vinculados a Deméter y Perséfone, diosas de la fertilidad y de los ciclos agrícolas, son el ejemplo más famoso. A través de símbolos y representaciones dramáticas, el iniciado aprendía que, así como la semilla muere en la tierra para renacer como planta, también el alma humana podía trascender la muerte y alcanzar una existencia superior.

    Pero no todos los cultos se desarrollaron bajo la serenidad eleusina. El dionisismo, con su exaltación de la vida y la embriaguez, fue visto en sus inicios con recelo por los sectores más conservadores de la sociedad griega. Dioniso, dios de la vid y del vino, inspiraba fiestas campestres en las que la música, la danza y el consumo de vino —acompañado quizá de ciertas hierbas— llevaban a los fieles a un estado de éxtasis.

    En esas ceremonias, los participantes se disfrazaban con pieles y cuernos de animales salvajes, reviviendo antiguos rituales de caza. En un momento culminante, el grupo capturaba un animal que representaba al dios, lo sacrificaba y lo consumía. Era una comunión primitiva: al ingerir la carne y la sangre de la víctima sagrada, creían incorporar la divinidad a su propio ser. Esta práctica, en su simbolismo profundo, anticipa ciertos aspectos de rituales posteriores, como la Eucaristía cristiana.

    El mito órfico llevó estas ideas a un plano aún más filosófico. Según la tradición, el niño-dios Zagreus fue despedazado por los Titanes, pero su corazón sobrevivió y de él nació el nuevo Dioniso. Los Titanes, fulminados por Zeus en venganza, se convirtieron en cenizas, y de esas cenizas nació la humanidad. Así, el ser humano porta en su interior una doble naturaleza: una parte divina y eterna, y otra mortal y corruptible. El objetivo de la vida, según los órficos, era purificar el alma para liberarla de la rueda de las reencarnaciones y devolverla a su origen celestial.

    Estos rituales no solo alimentaron creencias privadas; también dieron origen a una de las expresiones artísticas más elevadas de Grecia: la tragedia. En sus inicios, el teatro no era mero entretenimiento, sino un acto religioso. El escenario se organizaba alrededor de la thymele, el altar donde se ofrecía sacrificio al dios.

    El ditirambo, canto coral en honor a Dioniso, evolucionó hasta convertirse en drama cuando los coreutas se separaron en dos grupos y un actor —el protagonista— emergió de la tienda o skéné, dando origen a la escena teatral. La estructura semicircular de los coros, el diálogo entre la comunidad y el individuo, y el sacrificio ritual que abría la representación muestran cómo la tragedia fue, en su esencia, una ceremonia iniciática, un espacio para reflexionar sobre el destino humano.

    Resulta sorprendente que, en pleno siglo XXI, en sociedades industrializadas y capitalistas, ciertos ecos de aquellos antiguos ritos sigan presentes. Un ejemplo de esta continuidad se encuentra en la masonería, organización que, aunque moderna en su forma, conserva símbolos y ceremonias que remiten a las antiguas tradiciones de iniciación.

    Las celebraciones solsticiales masónicas, dedicadas a San Juan Bautista y San Juan Evangelista, evocan los ciclos de la naturaleza: el solsticio de verano marca el día más largo del año, mientras que el de invierno señala la noche más extensa. Durante estas ceremonias, los masones se reúnen alrededor de un ara —el altar— y realizan siete brindis con vino tinto, formando una herradura que recuerda la disposición semicircular de los coros griegos.

    Los dos Juanes, figuras cristianas, simbolizan en realidad la dualidad universal: la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, el verano y el invierno. En su trasfondo, estos rituales no son tan distintos de los antiguos Misterios Eleusinos o Dionisíacos, donde el ciclo agrícola se convertía en metáfora del ciclo vital.

    ¿Podemos, entonces, considerar que las ceremonias masónicas son una reinterpretación moderna de los misterios antiguos? Más que una copia directa, parecen ser una continuidad simbólica, una prueba de que, incluso en un mundo gobernado por fábricas y algoritmos, el ser humano sigue necesitando ritualizar su existencia, buscar un orden oculto que dé sentido a su paso por la vida.

    La pregunta final es inevitable: ¿por qué una sociedad industrializada, con avances tecnológicos que los antiguos griegos no podrían haber imaginado, sigue recurriendo a símbolos arcaicos?

    La respuesta tal vez se halle en la propia condición humana. El hombre moderno, aunque rodeado de máquinas y datos, enfrenta los mismos enigmas que sus antepasados: la certeza de la muerte, la fragilidad de la vida, el deseo de trascender. El mito y el ritual, lejos de ser vestigios de un pasado superado, son lenguajes universales que permiten expresar esas preguntas de manera simbólica.

    En las fiestas dionisíacas y en las ceremonias masónicas, en la thymele griega y en el ara moderna, persiste la misma búsqueda: darle un rostro humano a lo divino y encontrar, en medio del caos, un principio de orden y esperanza. Quizá, al final, el verdadero misterio no esté en los ritos mismos, sino en esa capacidad del hombre para crear significados y, a través de ellos, salvarse del vértigo de la existencia.

    Marduk Silva
    Marduk Silva

    Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Profesor en Preparatoria Lobos de la Universidad de Durango Campus Juárez y en la Escuela Preparatoria Luis Urias.


    Las opiniones expresadas por los columnistas en la sección Plumas, así como los comentarios de los lectores, son responsabilidad de quien los expresa y no reflejan, necesariamente, la opinión de esta casa editorial.

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