En el México actual, la ideología política parece haberse disuelto como tinta en el agua. Atrás quedaron los tiempos en que los partidos representaban cosmovisiones contrastantes, visiones de país irreconciliables o modelos económicos claramente diferenciados. Hoy, el electorado asiste a un desfile de políticos intercambiables, donde las siglas partidistas importan tanto como el logotipo de una compañía telefónica. El paralelismo no es gratuito: da lo mismo si se trata del PRI, del PAN, de Morena o de cualquier otra franquicia. Como con los celulares, lo que cambia es el empaque, no el servicio.
Quien esperaba que la transición democrática trajera una pluralidad robusta y vigorosa, se topó con un ecosistema de simulaciones. La movilidad política entre partidos —a menudo por simple cálculo electoral— ha convertido al sistema en un tablero de ajedrez sin reglas claras. Los casos de políticos que brincan de una trinchera a otra sin rubor son tantos que la indignación se ha vuelto costumbre. Si antes se hablaba del “chapulinismo” como una excepción, hoy parece ser la norma.
Y en ese paisaje desdibujado, los partidos han dejado de representar proyectos ideológicos para convertirse en vehículos personales de poder. Las plataformas políticas se adaptan como trajes a la medida del candidato, y no al revés. Los electores, por su parte, ya no votan por convicciones, sino por percepciones inmediatas: el carisma de un personaje, su presencia en redes sociales, o incluso por quién tiene mayores probabilidades de ganar. La política se ha mercantilizado al punto de que los ciudadanos eligen candidatos como quien escoge entre iPhone o Samsung, sin cuestionar la calidad del servicio, porque al final todos usan la misma red: la del clientelismo, el oportunismo y la retórica vacía.
Este fenómeno no es exclusivo de la esfera federal. En entidades como Chihuahua y particularmente en Ciudad Juárez, la movilidad entre partidos es rampante. Basta ver la lista de exalcaldes, exregidores o exdiputados que han transitado del PAN a Morena, del PRI a Movimiento Ciudadano, o viceversa, con una fluidez que desmiente cualquier compromiso ideológico. Las necesidades de la ciudadanía —infraestructura, seguridad, salud, desarrollo económico— quedan subordinadas a las urgencias de campaña.
Un caso paradigmático en Chihuahua es el del profesor Antonio Becerra Gaytán, quien comenzó su vida política en el PRI durante los años 50, militó luego en el Partido Comunista Mexicano, el PSUM, el PMS, fundó el PRD y terminó en Morena. Aunque su trayecto podría leerse como la evolución de la izquierda mexicana, también refleja una realidad: los partidos se han convertido en escalones más que en convicciones.
Este patrón se replica hoy sin el menor recato. Daniel Murguía Lardizábal, exdiputado priista, saltó a Morena en 2021 y ganó una diputación federal sin cambiar una coma de su discurso. Carlos Borruel Baquera, exalcalde panista de Chihuahua, hizo lo mismo al buscar cargos con el partido guinda. Y Marco Adán Quezada, priista por más de 30 años, abandonó el tricolor criticando su degradación, pero pronto se acercó al mismo partido al que una década antes hubiera combatido.
Estos casos no son anomalías: son síntomas. Y si los ciudadanos no lo enfrentan con exigencia, seguirán votando por candidatos intercambiables que cambian de camiseta como de operador celular, prometiendo cobertura total y entregando zonas muertas.
En un contexto donde las elecciones se perfilan cada vez más como ejercicios de popularidad que de convicciones ideológicas, diversas voces ciudadanas coinciden en una percepción creciente: la pérdida de identidad entre los partidos mexicanos. En repetidas ocasiones he aseverado: “son políticos con diferente color, punto. Ya no hay ideologías. Esos tiempos pasaron”. Sintetizando el desencanto de una generación entera que ya no espera principios, solo funcionalidad.
Este fenómeno no es exclusivo de México. En toda América Latina, los partidos han hibridado sus discursos para captar todo tipo de electores. En nuestro país, esto ha derivado en alianzas impensables entre antiguos adversarios —como el PRIAN o el Frente Amplio— que han normalizado la incongruencia y debilitado la credibilidad pública.
Cientistas políticos apuntan que esta desideologización responde a múltiples factores: personalismo, falta de educación cívica, el fracaso institucional y la dictadura del algoritmo en redes sociales. Hoy, gana quien grita más, no quien propone mejor. Se vota por el mensaje emocional, no por el proyecto de nación.
En ciudades como Juárez, donde la alternancia ha sido constante, los ciudadanos han aprendido a mirar con escepticismo cada nuevo “cambio de camiseta”. No hay sorpresa cuando un ex priista aparece como candidato Independiente o de Morena o cuando un ex panista presume su “nueva visión progresista”. Aquí, más que en otros sitios, se ha vuelto urgente exigir algo más que presencia mediática o slogans vacíos.
¿Entonces qué queda? Quizá lo más sensato sea dejar de romantizar a los partidos y empezar a evaluar a las personas por su trayectoria, su congruencia y, sobre todo, sus resultados. También implica construir ciudadanía crítica, mecanismos de participación real, y exigir rendición de cuentas más allá de las urnas.
Porque si no cambiamos los criterios con los que elegimos, seguiremos atrapados en una red de intereses donde el usuario —el ciudadano— siempre es el último en recibir señal.

David Gamboa
Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.


